sábado, 17 de diciembre de 2011

El final de la verdad

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El camino más eficaz para hacer que todos sirvan a un sistema totalitario consiste en hacer que todos crean en sus fines. Para que un sistema totalitario funcione eficientemente no basta forzar a todos a que trabajen para los mismos fines. Es esencial que la gente acabe por considerarlos como sus fines propios. Esto se logra, evidentemente, por las diversas formas de la propaganda.

Toda la propaganda sirve al mismo fin y todos los instrumentos de propaganda se coordinan para influir sobre los individuos en la misma dirección y producir el característico Gleichschaltung (electrización) de todas las mentes. El propagandista diestro tiene entonces poder para moldear sus mentes en cualquier dirección que elija, y ni las personas más inteligentes e independientes pueden escapar por entero a aquella influencia si quedan por mucho tiempo aisladas de todas las demás fuentes informativas.

No es probable que nos atraiga el código moral de una sociedad totalitaria que sólo puede conducir a que desaparecerían la mayor parte de los elementos humanitarios de nuestra moral social: el respeto por la vida humana, por el débil y por el individuo en general. Las consecuencias morales de la propaganda totalitaria son la destrucción de toda la moral social, porque minan uno de sus fundamentos: el sentido de la verdad y su respeto hacia ella.

La gente tiene que ser llevada a aceptar no sólo los fines últimos, sino también las opiniones acerca de los hechos y posibilidades sobre las que descansan las medidas adoptadas. Y como la autoridad reguladora habrá de decidir constantemente sobre medidas acerca de las cuales no existen normas definidas, tendrá que justificar ante la gente sus decisiones, o al menos, tendrá que hacer algo para que la gente crea que son las decisiones justas. Aunque los responsables de una decisión pueden haberse guiado tan sólo por un prejuicio o interés particular, tendrán que enunciar públicamente algún principio orientador, si la comunidad no ha de someterse en forma pasiva, sino que ha de apoyar activamente la medida. “Es un decreto razonable y proporcionado” “No tiene sentido que cuanto más sol o más viento haya, más suba la luz”

La necesidad de racionalizar las aversiones y los gustos que, a falta de otra cosa, guiarán al regulador en muchas de sus decisiones, y la necesidad de exponer sus argumentos en forma que atraiga al mayor número posible de personas, le forzarán a construir teorías, es decir, afirmaciones sobre las conexiones entre los hechos, que pasarán a ser parte integrante de la doctrina de gobierno, recuérdese por ejemplo el “fraude masivo” o la “rentabilidad no razonable”. De este modo ya tenemos creado el «mito» para justificar su acción.

La necesidad de estas doctrinas oficiales, como instrumento para dirigir y aunar los esfuerzos de la gente, ha sido claramente prevista por los diversos teóricos del sistema totalitario. Las «mentiras nobles» de Platón y los «mitos» de Sorel sirven a la misma finalidad que la doctrina racial de los nazis.

La más eficiente técnica para esta finalidad consiste en usar las viejas palabras, pero cambiar su significado. Pocos trazos de los regímenes totalitarios son a la vez tan perturbadores para el observador superficial y tan característicos de todo un clima intelectual como la perversión completa del lenguaje, el cambio de significado de las palabras con las que se expresan los ideales de los nuevos regímenes. Si no se ha pasado personalmente por la experiencia de este proceso, es difícil apreciar la magnitud de este cambio de significado de las palabras, la confusión que causa y las barreras que crea para toda discusión racional. Por ejemplo, se confunden los conceptos de subvención y prima y ya se tiene muy avanzado el proceso. De manera gradual, a medida que avanza este proceso, todo el idioma es expoliado, y las palabras se transforman en cáscaras vacías, desprovistas de todo significado definido, tan capaces de designar una cosa como su contraria.

No es difícil privar de independencia de pensamiento a la gran mayoría. Pero también hay que silenciar a la minoría que conservará una inclinación a la crítica. La crítica pública, y hasta las expresiones de duda, tienen que ser suprimidas porque tienden a debilitar el apoyo público. Cuando la duda o el temor expresados conciernen, no al éxito de una empresa particular, sino al del plan entero, no pueden dejar de tratarse como un sabotaje.

Hechos y teorías se convierten así en el objeto de una doctrina oficial. Todo el aparato para difundir conocimientos: las escuelas y la Prensa, la televisión, radio y el cine, se usarán exclusivamente para propagar aquellas opiniones que, verdaderas o falsas, refuercen la creencia en la rectitud de las decisiones tomadas por la autoridad reguladora. Se ocultará a la gente todo lo que pueda provocar dudas acerca de la competencia del Gobierno o crear descontento. Como consecuencia, no habrá campo donde no se practique una intervención sistemática de la información y no se fuerce a una uniformidad de criterios como resultado directo del mismo deseo de verlo todo dirigido por una «concepción unitaria del conjunto», de la necesidad de sostener a toda costa los criterios para cuyo servicio se solicitan constantes sacrificios de las gentes.

La misma palabra verdad deja de tener su antiguo significado. No designa ya algo que ha de encontrarse, con la conciencia individual como único árbitro para determinar si en cada caso particular la realidad justifica una afirmación; la verdad se convierte ahora en algo que ha de ser establecido por la misma autoridad, algo que ha de fabricarse y creerse en interés particular del regulador y que puede tener que alterarse si las exigencias de ese interés, presentado falsariamente como el interés general, lo requiere. No es obstáculo que el sector fotovoltaico se oponga de manera unánime a unas medidas ya que la cuestión, o parte de ella, se presentará ante todos como previamente consensuada. El recorte desproporcionado y discriminatorio se presentará como razonable y equivalente al efectuado en otros sectores.

Se crea así un clima general de completo escepticismo respecto a la verdad, que engendra la pérdida del sentido de lo que la verdad significa, la desaparición del espíritu de investigación independiente y de la creencia en el poder de la convicción racional.

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Tal como alimentan sus cuerpos con riqueza robada, así alimentan sus mentes con conceptos robados, y proclaman que la honestidad consiste en negarse a saber que están robando (Ayn Rand). 
La motivación

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